
Divisó el reloj y dieron las una,
tan frágil el tiempo, tan frágil su figura,
avanzó entre las sillas,
meciendo su antigua espalda,
cogió el retrato, se quitó cincuenta años,
no eran lágrimas, era un sollozo,
no era desgracia, sino un soplo de vida.
Dejándolo vivir lo soltó sobre la mesa,
se cubrió con su abrigo,
manchándose la cara de sombras,
salió hacia la calle,
y anduvo, recorriendo calles de polvo,
que tenían su vida,
y nunca se la devolverían,
que tenían su alegría,
y nunca la reviviría.
Llegó al estanco y bostezó,
compró su periódico diario,
y puso rumbo al parque,
como un navío sin derrota flotaba,
esa cara de inexpresividad,
con muecas de dolor,
castigada por el paso de primaveras,
bañada por las lluvias de invierno.
Sentóse en el banco y miró,
abriendo sus cansados párpados,
divisó a un chiquillo que jugaba,
sonriéndose empezó a leer,
y es que todavía tenía vida,
por sus huesos torturados corría esperanza,
por sus venas sangre de alegría,
por su cabeza ideas de libertad.
Pues sentía la energía del sol,
que quemaba su cara,
y observando su inmensa luminosidad,
entreabrió su boca dejando escapar una sonrisa,
y mientras la vida se le iba,
la estaba disfrutando,
con los gritos de aquel niño,
con su monótono periódico de los lunes,
con su abrigo gris pardizo,
con los rayos insensibles al tiempo.
Se levantó aire, y una hoja voló,
posándose sobre el lago de los patos,
humedeciéndose y hundiéndose en el agua,
y es que todo tiene que acabar,
pero hoy no tenía por qué ser.
Se levantó lentamente,
quejándose de sus riñones,
puso ojos en el horizonte,
y caminó, como nunca lo había hecho,
mirando el mágico verde de los árboles,
contemplando el vigoroso azul del cielo,
disfrutando de lo rayos dorados del sol,
no andaba, corría,
no corría, volaba,
y lo único que necesitaban eran alas.
Lanzó el periódico a una papelera y reía,
siguió en júbilo hasta que se paró,
y es que era su mujer,
y es que era un ángel.
Alargando su espíritu pudo abrazarla,
decirle que la deseaba,
que no se había olvidado,
que los años no eran nada para el amor,
y abrazado con ella se elevó
y flotó durante unos minutos,
rozando sus labios por un momento,
más todo retornó a la normalidad,
y en el banco despertó,
habiendo caído vencido por el sueño.
Pero una lágrima no estaba dormida,
pues corría y lo había sentido,
y secándose ésta, pensó para sí:
jugarretas del destino,
travesuras del pensamiento,
sólo mi corazón sufre,
ya que mi mente juega.
Y sumergiéndose en la lectura,
pasó otra mañana,
volviendo después a su casa,
y subiendo los verdugos escalones,
¿Cuántos eran, seis o siete?
Da igual, ya no se acordaba.
Recogiendo su sombra del suelo,
entró a su casa,
y ésta le saludó:
Hola mi querido amigo.
Hola mi hospitalaria hada.
No eran cuatro solitarios muros,
no eran paredes de ladrillo,
eran el mapa de su vida,
eran sus penas y alegrías,
y recordando su cama,
volvió a ella, se tendió
y quiso gritar ¡adiós vida!
Pero abandonarla no podía;
se quedó pensativo,
y finalmente se levantó,
puso pies en la cocina,
víctima de ser mortal
y añadió:
Larga aventura la mía,
cortos mis pensamientos de alegría,
se me ha ido el color,
se me ha ido la sonrisa,
pero todavía no,
no se me ha ido la vida.